domingo, 25 de mayo de 2008

EL ESPEJISMO DE LA DIPLOMACIA

¿Ha concluido la crisis de El Líbano? A juzgar por la falta de titulares en los medios de comunicación, parecería que sí. Y no es cierto; antes bien, lo que ha conseguido la diplomacia de la Liga Árabe y los extenuantes esfuerzos del primer ministro qatarí, Hamad Ben Jassem Al-Thani, es que Hezbolah accediese al nombramiento de nuevo presidente para el país en la persona del antiguo jefe de las fuerzas armadas, Michel Sleimane; candidatura sostenida, además, por su aliado, el líder del Partido Patriótico Libre, general Michel Aoun.
Por lo que concierne al resto, la organización terrorista ha logrado la mayor parte de sus objetivos: ha impedido el desmantelamiento de su red de comunicaciones, conserva a su agente como jefe de seguridad en el aeropuerto de Beirut, ha conseguido el reconocimiento de una minoría de bloqueo en el futuro gobierno y la reforma, a su favor, de las circunscripciones electorales de la capital. La cuestión de su disolución, o de sujetarse a un estatuto reglado como movimiento de resistencia controlado por el gobierno, ha sido pospuesto ad calendas graecas.
Las tan celebradas negociaciones de Doha no han apartado en absoluto el espectro de una guerra civil, ni han alejado el fantasma de otro conflicto armado con Israel; sencillamente, han paralizado, no se sabe por cuanto tiempo, un enfrentamiento entre chiíes, por un lado, y suníes y drusos por otro. La opinión más realista ha sido la del líder druso Walid Jumblat: el resultado es una simple tregua.
Esto demuestra un hecho muy incómodo, expuesto brillantemente por Edwar N. Luttwac –Para bellum. Estrategia de la paz y de la guerra, Siglo XXI (2005)–: la actual intervención de la comunidad internacional en los conflictos no los soluciona, sólo los enquista. También evidencia otro molesto aserto, sostenido hace ya medio siglo por Liddel Hart –La estrategia de aproximación indirecta, Barcelona (1946)–: la diplomacia no puede evitar los conflictos armados, solamente contribuye a la gestión de los mismos; esto es, sirve a los objetivos de la fuerza, no está pensada para sustituirla.

lunes, 12 de mayo de 2008

HEZBOLLAH ES EL ESTADO


En El Líbano, Hezbollah ya no es «un estado dentro de otro estado»; realmente, casi puede afirmarse que Hezbollah «es el estado». Cercados y acorralados sus adversarios, esta organización y sus aliados no tienen en frente rival digno de aponérseles.
Durante estos últimos días se ha asistido a la puesta en escena del poder de Hezbollah. Su milicia ha tomado el este de Beirut sin dificultad y, una vez asegurado el terreno, se dirigen hacia el noreste para batir a los drusos partidarios de Walid Jumblat.
Todo ello ante la faz de un gobierno impotente y deslegitimado.
Incapaz porque carece de la fuerza suficiente para imponer su autoridad. Sus fuerzas armadas –un conglomerado confesional escasamente cohesionado–, llamadas por el primer ministro Fourad Siniora para solucionar la crisis, han optado por aceptar la política de hechos consumados, mal llamada «conservación de la neutralidad». Pues, ¿acaso es neutral adherirse a la tesis de los rebeldes y declarar sin valor las decisiones gubernamentales relativas a la ilegalización de la red de comunicaciones instalada por Hezbollah en el sur del país y la destitución de quien, en puridad de conceptos, no debería ser sino un funcionario al servicio de su administración? ¿Es neutralidad el no enfrentarse ni interponerse ante las milicias armadas y relevar a las tropas de Hezbollah sólo cuando éstas han ocupado y asegurado un territorio, limitándose a conservar el status quo impuesto y permitiendo la recuperación y reorganización de aquéllas para poder ser empleadas contra otros objetivos?
Deslegitimado porque, por un lado, es considerado ilegal por parte de las facciones agrupadas en la coalición «Ocho de marzo», las cuales representan, dado el peso de la confesión chií, una importante mayoría de la población. Falta de legitimación dada su imposibilidad de mantener el orden, proporcionar seguridad y prestar los servicios públicos más elementales y básicos para el funcionamiento de un estado. Al contrario que Hezbollah que sí lo hace con respecto a sus partidarios.
Resulta curioso cómo los adversarios de Hezbollah tratan de disimular lo evidente. El prestigioso diario pro occidental L’Orient–Le tour hacía suyas las palabras del líder maronita Amine Gemayel: su triunfo era una victoria pírrica, dado que, al fin y a la postre, se vería obligada a negociar. La pregunta de fondo es cómo y cuándo se va a pactar. ¿Constituye una «victoria pírrica» el adquirir una posición de dominio en vista a una difícil mediación internacional, a la par que, entre tanto, se impone la voluntad propia? De momento, la reunión urgente en El Cairo de la Liga Árabe, durante este fin de semana, ha sido prácticamente inútil, salvo, parece ser, impedir que dimitiera el gabinete de Siniora, un gobierno que ejerce como tal solamente de nombre.
No es posible engañarse. Hezbollah está a punto de controlar los núcleos de población fundamentales de El Líbano. Lo que significa que un movimiento totalitario de corte teocrático domina el país; lo que quiere decir que la entente Siria–Irán controla la nación de los cedros, con la consiguiente alarma de, sobre todo, Israel; pero también de Estados Unidos y los estados árabes que, habitualmente, se denominan «moderados»: Egipto, Arabia Saudí y Jordania.
Lo sucedido en El Líbano era de prever. Es el logro de la facción más fuerte. Fortaleza que Europa –esa entelequia de estados que llamamos pomposamente Unión Europea y que no semeja sino el remedo actualizado de la Zollverein germana del siglo XIX– ha contribuido a forjar. Primero, forzando la intervención de una misión de paz de las Naciones Unidas en el sur del país que aumentaba la libertad de acción de Hezbollah. Segundo, otorgando un protagonismo y un apoyo logístico a un ejército que no se halla al servicio de ningún gobierno representativo, sino que, a cambio de sobrevivir como institución, afianza las conquistas del vencedor.
Francia ha demostrado de modo patético, una vez más, que ejerce de gran potencia sin serlo; en un báculo roto: quien se apoya en él, se cae. Por nuestra parte, el resto de los europeos deberíamos plantearnos la utilidad de costosos esfuerzos diplomáticos cuando no van acompañados de una firmeza capaz de constituir una persuasión o una disuasión verosímil.
Los estados de Europa occidental, especialmente Francia, Italia y España, pueden sentirse orgullosos. Sus desvelos políticos han abierto una puerta al Mediterráneo al fundamentalismo chií y le dotan de una posición clave para su expansión. ¿O tal vez era eso, precisamente, lo que se pretendía? Para efectuar un análisis medianamente correcto, habría antes que examinar cuál es el auténtico peso que posee Siria –una dictadura tribal–burocrática con tintes socialistas– en su relación con Irán y qué argumento cierto desempeña en todo el asunto de El Líbano. También habría que indagar respecto a lo que esperan algunas democracias occidentales de Siria. Pero todo esto, es materia para otra reflexión.

viernes, 9 de mayo de 2008

LÍBANO, MAYO 2008: LA CRISIS QUE SE VEÍA VENIR


Apenas acaba de estallar el conflicto y, a reserva de un análisis más riguroso, no me resisto a escribir estas líneas sobre una materia que ha sido objeto de mi estudio durante casi un año, desde que en agosto pasado asistí a un curso monográfico sobre la crisis libanesa en El Escorial. ¿Por qué esta prisa? Pues por una sencilla razón: porque era una confrontación que se veía venir y ante la que ciertos analistas españoles –de prestigio mucho mayor y más reconocido que el mío– prefirieron mirar hacia el lado de la voluntariedad esperanzada, a pesar de que nuestro gobierno mantiene un importante contingente de tropas sobre el terreno.
De nuevo, la varita mágica, la solución, se residenciaba en las Naciones Unidas, supremo órgano de la legitimidad internacional. Es lo que se lleva. Por lo tanto, hicieron oídos sordos a la advertencia de que en las áreas donde existen «cinturones de quiebra» –en la terminología de Kohen– o «conflictos de línea de fractura» –según la todavía más rechazado glosario de Huntington– la acción de esta Organización queda muy constreñida por los intereses y las fuerzas –militares, económicas y diplomáticas– de las grandes potencias implicadas, tanto a nivel global como regional. Así es, quiérase o no, porque la ONU no cuenta con órgano de decisión propio y permanece supeditada a la voluntad de «los cinco grandes», los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Tampoco cuenta con fuerzas de intervención propias, por más que las tenga asignadas de modo permanente, porque la palabra última para su utilización corresponde a los Estados que las proporcionan.
El conflicto civil en El Líbano se veía venir con todas sus consecuencias desde el verano pasado. Se sabía perfectamente que no se conseguiría elegir un nuevo presidente. Hezbollah había ganado la guerra de la propaganda en su enfrentamiento con Israel y había empezado a reforzar sus posiciones en los barrios chiíes de Beirut. La ciudad –donde vive más de la mitad de la población libanesa– empezó a ser un conglomerado controlado por las distintas milicias. El Ejército libanés adquirió un protagonismo que no le correspondía, pues era de sobras conocido que bajo ningún concepto no sólo no iba a enfrentarse a Hezbollah, sino que ni siquiera se atrevería a inquietarle. Se contemplaba como hipótesis más peligrosa el asalto de Hezbollah al poder, sobre la base de su fuerza militar y su aureola de vencedor ante el invasor hebreo.
¿Qué se hizo? Ocupar con tropas de la FPNUL el territorio situado al sur del río Litani. Europa Occidental podía respirar tranquila. Conflicto solucionado. No habría más imágenes desagradables en los noticieros de TV. El único que no se engañó fue Israel. Así lo manifestó Slomo Ben Ami en El Escorial: el colchón de las tropas de Naciones Unidas proporcionaba una inestimable libertad de acción a Hizbollah para concentrar sus fuerzas en el norte, sin miedo a un ataque israelí, a la par que no le privaba de su capacidad de seguir hostigando el norte de Israel gracias a la adquisición de nuevos cohetes de mayor alcance –de origen iraní– que penetraban a través de la frontera con Siria ante la pasividad o la impotencia del gobierno y de las fuerzas armadas libanesas.
Francia esperaba que, con el apoyo internacional, la paz proporcionaría apoyo a la coalición gobernante, conocida como «14 de marzo», prooccidental y, especialmente, pro francesa, que se distanciaría de la tutela de Siria; sin embargo otros países europeos, entre ellos España, dirigieron su diplomacia hacia «el respeto de los legítimos intereses sirios en El Líbano» –palabras prácticamente literales pronunciadas en El Escorial por el Sr. D. Miguel Benzo, embajador español en Beirut–.
Siria desea volver a penetrar en El Líbano porque constituye su campo de batalla, su «tierra de nadie», para prolongar un conflicto con Israel que le permita mantener un liderazgo en el mundo árabe del que carecería por completo sino fuera por ello. Es una muestra maestra de la «Estrategia de aproximación indirecta» preconizada hace medio siglo por Lidell Hart: una constante guerra de guerrillas contra la frontera de su enemigo, a una intensidad lo suficientemente medida para evitar un enfrentamiento directo.
Irán apoya a Siria mediante la acción de Hezbollah. También es una estrategia de aproximación indirecta. Irán y Siria coinciden en muy pocos aspectos, salvo su odio a Israel; pero los iraníes quieren pasar de ser un «pivote geopolítico» en el Próximo Oriente a ser un «actor geoestratégico» de primer orden. Con estos movimientos, ganan posiciones sobre el terreno y se ganan el respeto y la adhesión de una parte de la población, sino árabe, sí musulmana. Teniendo en cuenta la larvada lucha desatada por el control de los recursos petrolíferos de la zona, ¿cabe alguna duda de que cuenta con el apoyo, o cuando menos con una neutralidad benévola, por parte de China y de la Federación rusa?
Israel, observa callado y atento. Sabe que los nuevos cohetes de Hezbollah, lanzados desde la mitad de El Líbano, pueden alcanzar Tel Aviv. ¿A cuánto se atrevería Hezbollah si se hiciese con el control semiabsoluto del país?
Estados Unidos no sólo apoya a Israel por motivos extensos, complejos y, sino del todo conocidos, sí intuidos. Para él, es una nueva jugada sobre el tablero estratégico por parte de Irán.
Como puede observarse, un auténtico «cóctel molotov» a punto de lanzarse en el bajo vientre de la Unión Europea.
Y, estimado lector, si cree que esto no va a afectarnos a los españoles, querría hacerle una consideración, a parte de la previsible subida del precio del crudo como consecuencia más inmediata de la crisis: si debido a una guerra civil libanesa se cierran los puertos y aeropuertos de Beirut, Sidón y Tiro, y habida cuenta de que las relaciones del gobierno español con el israelí no atraviesan precisamente una de sus mejores rachas, ¿cómo se podría abastecer, reforzar o evacuar a las tropas españolas pertenecientes a FPNUL atrapadas al sur del Litani?

HORACIO SANTANDER Y PLANAS
Zaragoza, 8 de mayo de 2008

jueves, 8 de mayo de 2008

EL CASO DEL "PLAYA DE BAKIO"


El lunes 5 de mayo se produjo en el Congreso de los Diputados la interpelación del Partido Popular al Gobierno sobre la actuación en el asunto del pesquero Playa de Bakio. Es lamentable observar cómo la retórica política, el objetivo manifiesto de desgastar al adversario ante la opinión pública, ha prevalecido de nuevo ante la oportunidad de plantear un debate serio y fundado sobre uno de los desafíos más importantes que se plantean en las relaciones internacionales: el incremento de las acciones de crimen organizado ligadas a la implosión de los denominados estados fallidos o desestructurados. Igual de lastimoso que la falta de rigor informativo que los medios de comunicación de masas dedicaron al suceso en los días anteriores.
Como no es un escenario nuevo para los que estamos familiarizados con los problemas de la paz y seguridad internacionales, empezaré analizando el último de los postulados expuestos para luego mostrar cómo los estados, en particular, y la comunidad internacional, en general, disponen de muy poco margen de actuación ante casos similares.
Respecto a los medios informativos, otra vez ha prevalecido el sensacionalismo de la noticia, el aspecto emotivo, centrado en el sufrimiento de las víctimas; unido al empleo de términos jurídicos incorrectos que, si bien serían admisibles en el lenguaje coloquial, en los creadores de opinión únicamente sirven al interés de convertir en atractiva la noticia, sin preocuparse por la confusión que generan y que, unido a las posiciones ideológicas, dan lugar al fenómeno conocido como «desinformación».
Resaltar los aspectos personales de la tragedia de una toma de rehenes, como ya demostró hace una década Hoffman en una inigualable obra sobre el terrorismo –Inside Terrorism, Londres (1998)–, únicamente consigue privar a los gobiernos de la necesaria reflexión y de la suficiente libertad de acción. Pienso que, mutatis mutandis, esto puede ser aplicado a determinados actos criminales como el que nos ocupa.
En cuanto a la distorsión del lenguaje, se ha abusado de los términos «pirata» y «piratería». En el caso del Playa de Bakio, ambos son, no sólo incorrectos, sino completamente falsos. El apresamiento del pesquero fue en el interior de las aguas territoriales de Somalia por unos delincuentes que lo abordaron mediante lanchas. Pues bien, según el artículo 101 de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de 1982 –ratificada por el estado español el 15 de julio de 1997 y por Somalia el 24 de julio de 1989–, constituye un acto de piratería todo acto de violencia, detención y depredación cometido por particulares a bordo de un buque –esto es, un barco que por su tamaño, solidez y fuerza es adecuado para navegaciones o empresas marítimas de importancia– y en alta mar, es decir, en aguas internacionales.
El apresamiento de nuestro pesquero no fue, pues, sino una detención ilegal, un secuestro, un delito común en suma, y como tal, sometido, tanto en lo tocante a la reducción de los culpables como a su enjuiciamiento y sanción, a la jurisdicción del estado somalí. Ningún derecho de persecución y captura por parte de un buque de guerra del estado de los nacionales agredidos surge en este caso, ex artículo 105 de la citada convención.
Y de ahí se puede pasar a la suma de opiniones cuajadas de retórica política sobre las órdenes impartidas a la fragata Méndez Núñez. Sobran; según el derecho internacional vigente, las únicas instrucciones cursadas deberían de consistir en aproximarse al lugar de los hechos, penetrar en aguas territoriales de Somalia, previa autorización de sus órganos gubernamentales competentes y abstenerse de todo uso de la fuerza, salvo que fuera requerida su ayuda por la autoridad territorial o sus agentes. El envío de la fragata sólo podía constituir en una mera manifestación de firmeza ante los secuestradores y en un gesto ante su gobierno. Nada más. Ante la inacción de éste, únicamente cabía la reclamación de responsabilidad internacional, consistente, dadas las circunstancias, en una indemnización por los daños causados y, como mucho más, una satisfacción simbólica.
Posiblemente, a esta altura de la exposición, algún lector esté sonriéndose. ¿Qué acciones podía llevar a efecto el gobierno de Somalia, un estado desgarrado, sin ley ni orden, en manos de señores de la guerra que se hallan en estado de lucha perenne entre ellos y los detentadores del poder? ¿Acaso se debe o se puede solicitar una indemnización a un estado en el cual gran parte de su población sobrevive gracias a la ayuda internacional? Pues bien, ese es el debate que debería haberse planteado en el Congreso. Unido a una reflexión seria sobre qué actitud adoptar ante sucesos futuros, derivados de la desaparición del poder estatal en extensas regiones del globo.
A los partidarios de una solución fácil, el uso de la fuerza, convendría recordarles dos elementos fundamentales: primero, que la vida y la integridad física de los secuestrados debe prevalecer sobre cualquier otra consideración; segundo, que la «intervención por razones de humanidad», el recurso armado para salvaguardar la vida de nacionales atacados en el extranjero, causa legítima según el derecho internacional, sobre la base del estado de necesidad –y muy diferente en su supuesto de hecho como en sus derivaciones jurídicas de figuras como «la intervención de humanidad», la «asistencia humanitaria armada» o la «ayuda humanitaria», expresiones utilizadas de un modo completamente indistinto y frívolo tanto en las esferas políticas como en los medios de información–, requiere, precisamente, la existencia de un riesgo inminente para la vida de los agredidos, lo que no se daba aquí.
Dos posturas parecen haberse perfilado en la sede de nuestros patres conscripti:
La mantenida por el Partido Popular, similar a la adoptada en fechas próximas por el gobierno francés: pagar el rescate para salvaguardar la vida de los rehenes; pero adoptar represalias armadas contra los secuestradores, con objeto, no sólo de salvaguardar el honor nacional, sino a modo de advertencia y disuasión ante actividades futuras. Además de constituir un acto ilícito, es abrazar veladamente la tesis –repudiada a nivel académico en toda Europa; pero muy apreciada en Estados Unidos, especialmente en el Cuerpo de Marines, al que se ha dirigido repetidamente como conferenciante de Robert D. Kaplan: salvo las democracias occidentales, el resto del mundo se hunde en un estado de anarquía global ante el que no sirven las normas jurídicas internacional, sino un «retorno a la antigüedad», es decir, la diplomacia de las cañoneras.
El Partido Socialista, por su parte, se ha decantado por pagar el rescate y recurrir, de modo abstracto, tal como acostumbra, «a lo que se decida en las Naciones Unidas». Que yo sepa, al respecto, en sede de la ONU, lo único que se ha llevado a efecto respecto a esta materia, hasta el momento, ha sido la reunión de Singapur de 1999 y el documento remitido en Nueva York el 7 de mayo de 2001, fruto de las deliberaciones por parte del Comité surgido en la anterior reunión y que desarrolló un «Proceso Consultivo Informal sobre los Océanos y el Derecho del Mar» (UNICPOLOS). En él, al modo, también abstracto y falto de contenido a que nos tiene acostumbrados esta Organización, se recomiendan «la cooperación y coordinador regional y subregional» –imaginémonos que cooperación y coordinación pueden existir entre los estados del Cuerno de África–, «la coordinación y cooperación entre agencias policiales» –íbidem– y la asistencia de las Naciones Unidas para adoptar una legislación necesaria para que los autores de los actos criminales puedan ser castigados. Eso sí, se propone una medida concreta: el apoyo de las Agencias de Seguros Marítimos, se supone que con vistas a asegurar los daños provocados por actos de piratería o de robos a mano armada en el mar. En una palabra: «jugar y perder, pagar y callar». Mientras tanto, según los últimos informes públicos de la Organización Marítima Internacional, referidos al año 2001, durante éste los incidentes de piratería o similares habían ascendido a 471 –2.309 desde 1984 hasta mayo de 2001–: 112 en el Estrecho de Malaca, 140 en el Mar de la China Meridional, 109 en el Océano Índico, 33 en el Oeste de África, 29 en el este de dicho continente y 41 en la zona de Sudamérica y El Caribe. Estas cifras son ascendentes de un año a otro; concretamente las de 2001 suponen un incremento del 52 % respecto a 1999.
Ambas posiciones podrán exponerse muy alto, mas no conducen a nada. La primera, porque, a parte de renunciar a que las relaciones internacionales se rijan por el derecho –retroceso inadmisible en un mundo cada vez más globalizado–, requiere unas capacidades militares y diplomáticas que cabe preguntarse –con fundamentada duda– si nuestro país posee y existe algún gobierno, del signo que sea, con voluntad de proporcionarlas. La segunda porque es de una candidez irresponsable, salvo que se renuncie a pescar o comerciar en las dos terceras partes del planeta, se varíen profundamente los hábitos de consumo o se esté dispuesto a pagar en cualquier caso, repercutiendo el precio del rescate sobre el contribuyente o el consumidor, a modo de «impuesto por riesgo de acciones ilícitas».
¿No habrá una tercera vía que, sin desdoro de las normas jurídicas, proporcione respuestas a excepciones reales y razonables –incluido el uso racional y proporcional de la fuerza cuando sea necesario–, capaces de ser asumidas por un estado civilizado y que pueda provocar la adhesión de una mayoría suficiente de la comunidad internacional? No lo sé; sólo soy un analista aficionado –no cobro por ello– y, aunque busco –modestamente y al igual que otros muchos estudiosos– soluciones, no es a mí a quien corresponde, precisamente, buscarlas y obtenerlas.
Es labor de nuestros políticos y de nuestros poderes públicos el intentar hallarlas, debatirlas, ponerse de acuerdo y actuar en consecuencia; intentar paliar los problemas, en lugar de arrojarse airadamente las vergüenzas al rostro con fines electorales. Y de los medios de comunicación el proporcionar una información veraz, fidedigna y correcta que permita a la ciudadanía percatarse de la realidad de los problemas y juzgar las opciones más eficaces para hacerles frente.


Malleus Dei
Zaragoza, a 8 de mayo de 2008