lunes, 27 de julio de 2009

MOSTAR: EJEMPLO DE BRECHA SIN CERRAR EN LOS BALCANES

Mostar es una ciudad cara a muchos españoles, en especial a los miembros de las Fuerzas Armadas que han estado en ella como componentes de UNPROFOR, IFOR, SFOR o EUROFOR; también para las numerosas ONG,s. que han trabajado en la reconstrucción de esta zona de Bosnia–Herzegovina. Últimamente nadie parece recordar Mostar, lejano recuerdo de una guerra olvidada que nadie desea evocar; sin embargo, parece ser que las cosas no van bien en esta ciudad, prueba de que el conflicto en la antigua Yugoslavia se ha cerrado en falso en numerosos puntos.
Tengo sobre el escritorio el último informe político del Internacional Crisis Group relativo a Europa, concretamente el número 54: «Bosnia: A Test of Political Maturity in Mostar» y el panorama que muestra no es precisamente halagüeño:
Mostar es el centro neurálgico de un área que, al contrario que el resto del estado bosnio, es de mayoría croata. Según los datos del último censo electoral para los comicios municipales del año 2008, el 53% de la población es de origen croata, el 44% son bosniacos y el 3% serbios –antes de la guerra los croatas y los bosniacos constituían una proporción sensiblemente parecida, y el 19% eran serbios–. Durante la conflagración, Mostar fue un área donde el bando croata se ensañó con mayor ímpetu contra los bosniacos, después de rechazar a las fuerzas serbias, y donde se llevaron a cabo numerosas acciones de limpieza étnica. Los croatas, vencedores, no han querido renunciar a la hegemonía conseguida por medio de las armas y viven más de cara a Croacia que hacia el estado bosnio del que forman parte por decisión exclusiva de la comunidad internacional.
Catorce años después del conflicto que ensangrentó las orillas del Neretva, Mostar sigue siendo una ciudad dividida. Ingobernable, el Alto Representante de la comunidad internacional tuvo que imponer un estatuto municipal que tuviera en consideración el reparto étnico –utilizo este término en su sentido más amplio, pues tanto los croatas como los bosniacos y los serbios son eslavos, nada los distingue a simple vista, y las diferencias son debidas, especialmente, a causas religioso–culturales exacerbadas por los nacionalismos–; pues bien, las instituciones municipales no funcionan. Reunido en catorce ocasiones el Consejo de la ciudad, ha sido incapaz de designar alcalde, no han aprobado un presupuesto, no paga a su personal –funcionarios, profesores, bomberos–, ni dota de recursos a las empresas públicas de construcción. Sus líderes no se refieren, en sus discursos, a los problemas de la ciudad, sino que éstos se hallan impregnados de retórica nacionalista y de resarcimiento de los agravios sufridos durante la contienda. Los croatas, aunque divididos entre sí y frustrados, no admiten un estatuto impuesto por una instancia extrajera y rechazan la intromisión de la misma en asuntos que consideran suyos exclusivamente.
Esto debe hacernos reflexionar. Mostar constituye, en sí misma, tres ejemplos de unos fenómenos estudiados por Huntington, Luttwak y Kaplan.
Respecto al primero, baste recordar que fue la guerra de Yugoslavia la que inspiró su teoría de los conflictos de «línea de fractura». Estos se caracterizarían por la implosión de un estado en facciones apoyadas por diversas potencias exteriores, las cuales combatirían tanto para lograr sus objetivos particulares como para garantizar a la potencia patrocinadora sus intereses. Los croatas recibieron apoyo y armamento de Alemania, los serbios de Rusia y los bosniacos del mundo fundamentalista musulmán –y más tarde de Estados Unidos, quien tal vez vio el peligro de una excesiva influencia del Islam radical en Europa y un reparto de los Balcanes sin su presencia–. Las partes lucharon hasta que sus «mecenas» llegaron a un acuerdo entre ellos, bien porque habían logrado lo que pretendían, bien porque consideraron que no lo podían alcanzar y la guerra les resultaba ya inútil. Entonces, intervinieron las Naciones Unidas, luego la Alianza Atlántica para paralizar –que no resolver– un conflicto molesto.
Según Luttwak, la intervención internacional en los conflictos internos rara vez los resuelve; simplemente los enquista. Es más, su apoyo a los vencidos les asegura el respiro necesario para recuperarse, su protección a los refugiados propicia que sean víctimas de los anhelos de revancha de sus líderes. Bajo la máscara de una paz artificial, el enfrentamiento sigue por otros medios sinuosos y las partes se preparan para una futura aventura bélica que asegure la decisión en el campo de batalla; eso o la continuación de la guerra por medios asimétricos, léase terrorismo.
Kaplan ha advertido que la instauración de una democracia formal en países devastados por una guerra de origen étnico no sirve de gran cosa. La población no posee un sentimiento nacional, sino que prevalece la pertenencia grupal. No se vota en las elecciones a un partido que contemple el estado y sus intereses como un todo, sino a las facciones políticas que representen los intereses étnicos, religiosos o culturales particulares; las cuales actúan siempre de la misma manera: los vencedores trabajan para conservar los privilegios obtenidos durante la lucha; los vencidos para alcanzar por vías indirectas lo que no consiguieron por las armas. El resultado es un estado ingobernable que se prepara para futuros combates.
Bosnia es un estado artificial. Inviable económica y políticamente, subsiste gracias a la ayuda internacional. Es de prever que, sin la presión de la Unión Europea y la aquiescencia de Estados Unidos, la República Serbia de Bosnia se uniría a Serbia, la Herzegovina croata a Croacia, Bosnia se convertiría en un estado musulmán residual, y no podría descartarse una nueva lucha armada en las zonas todavía objeto de disputa.
Esto muestra claramente que no existe por parte de la comunidad internacional plan alguno ante el estallido de los estados fallidos. Bosnia fue un experimento de laboratorio en el que las Naciones Unidas, Estados Unidos y Europa se empecinaron en lograr la convivencia intercultural e interétnica, sin saber muy bien para qué –¿tal vez para no reconocer el triunfo de la política de limpieza étnica?–, puesto que en el conflicto inmediatamente posterior en los Balcanes, Kosovo, han apoyado la secesión ante la evidencia de la imposibilidad de serbios y albaneses de convivir juntos.
Bosnia y Kosovo sirven de ejemplo de falta de ideas y de triunfo del oportunismo político. ¿Qué puede ocurrir en Bosnia? La esperanza es que, tras un prolongado –extensísimo– periodo de administración tutelada, su población, cansada y acostumbrada –por obligación– a relacionarse interétnicamente, abandone definitivamente el deseo del recurso a la fuerza. Claro que todo depende de cómo soplen los vientos del poder en el futuro.
¿Cuántas Bosnias pueden producirse en un complejo mundo multipolar en el que las grandes potencias se van a ver abocadas a chocar en extensas líneas de fricción?
¿Cuántos conflictos «congelados» pueden reabrise, posiblemente con mayor virulencia?

domingo, 26 de julio de 2009

LA DEFENSA DE EUROPA

Bajo el título «Europa pierde peso militar», ha aparecido un artículo de Andrea Rizzi en el diario El País, en su edición del 25 de julio, en el que se advierte que, frente al acusado incremento del gasto militar, no sólo en Estados Unidos, sino también por parte de Rusia, como de potencias emergentes, como China y La India, los principales estados europeos han optado, bien por una reducción de sus partidas presupuestarias destinadas a la defensa, bien por un mantenimiento sostenido –el mismo que los últimos diez años– que, progresivamente, va erosionando sus capacidades de respuesta en fuerza.
Advierte el autor que eso puede ser peligroso, pues el panorama internacional no es precisamente halagüeño. Ciertamente, tanto la Unión Europa como sus países miembros a título individual, han optado por una política de influencia basada en el soft power; esto es, la que «brota del poderío económico y comercial, de la seducción cultural, del atractivo de su particular mezcla entre libre mercado y protección social». Ahora bien, siguiendo su argumentación, en el juego de poder mundial, esto puede servirle de bien poco si no dispone de una suficiente capacidad de disuasión.
Sin embargo, existen varias premisas que Rizzi no toma en consideración:
La primera consiste en el hecho incontrovertido de que el territorio europeo ha perdido la importancia geoestratégica que poseyó antaño. El espacio geopolítico se ha desplazado hacia el Pacífico y el Índico. Es Asia, no Europa, el nuevo centro del poder mundial; el escenario donde puede darse una confrontación entre grandes potencias. Europa posee intereses en dicha área; poro no son intereses primordiales como es el caso de Rusia, China, La India o Estados Unidos. Esos intereses secundarios, unidos a la lejanía del espacio geográfico, justifican que los Estados europeos no sientan ningún estímulo para proyectar en la zona poder militar alguno.
Es preciso añadir que el principal interés europeo en Asia se centra en el suministro de combustibles fósiles. Ahora bien, dichas fuentes energéticas son materia de disputa por parte de los principales actores internacionales. Pensemos en el coste que supondría disputar por la fuerza el petróleo y el gas de la cuenca del Caspio y del Próximo Oriente a China, a Rusia y La India. Incluso unidos a Norteamérica, el incremento del gasto militar sería muy superior a la inversión en fuentes alternativas de energía y al desarrollo de una diplomacia que buscase un intercambio compensatorio, incluso si éste es mucho más gravoso para Europa.
Por otra parte, los riesgos de tipo militar a los que se enfrenta el continente europeo no provienen ya de una gran potencia y sus aliados, sino de la desestabilización de los Estados limítrofes del Mediterráneo, del Caúcaso y de África. De ahí provienen la inmigración incontrolada y el terrorismo. Problemas que no se solucionan con el desarrollo de una potente fuerza militar, sino mediante acciones diplomáticas, ayudas al desarrollo y operaciones de prevención y estabilización de conflictos. Europa no necesita divisiones acorazadas, ni una ingente flota aérea, ni una Armada que domine en los océanos. Al contrario, lo que precisa es células civiles de reconstrucción, de fuerzas de orden público adiestradas a actuar los escenarios propios de los Estadios desgarrados y de unidades ligeras de soldados–policías, tal como ha aventurado Mary Kaldor.
Cuestión distinta es si Europa aspirase a convertirse en una potencia política global. Se encuentran analistas, entre los que destaca Parag Khanna, que profetizan el ascenso de la Unión Europea al papel de potencia desafiante de Estados Unidos; éste último preconiza que las tres grandes potencias del presente siglo serán China, Europa y Estados Unidos. Es indudable que la Unión Europea es una potencia económica de primer orden; sin embargo ¿quieren ser los europeos un poder emergente de tipo político–militar? Seguramente, no. Primeramente, sería necesaria una reestructuración de las instituciones de la Unión y una cesión de la soberanía por parte de los Estados de tal magnitud que muy pocos se encuentran dispuestos a llevarlas a cabo. Como ha subrayado Galtung, la atracción principal de Europa para sus miembros es constituir una laxa confederación atípica, en la que cada uno se siente cómodo al compaginar la política de la Unión con su política nacional. En segundo lugar, un fuerte incremento del gasto militar acarrearía una disminución proporcional de las partidas de gasto social. Y el estado del bienestar es uno de los activos fundamentales de Europa, tanto de cara a sus ciudadanos como para sus vecinos. Además, Europa como potencia militar está conminada a un enfrentamiento con la Federación Rusa en áreas próximas y fundamentales para ambas. ¿Desean los europeos volver a la guerra fría?
Una Unión Europea que huya de aventuras arriesgadas en su política exterior, que se centre en la estabilidad allende sus fronteras a las zonas ceñidas a sus intereses primordiales, una Europa que, tal como sucede en la actualidad, se limite a un papel de mediador en los conflictos –especialmente a los que a no tardar mucho surgirán entre las grandes potencias–, que mida con celoso cuidado su presencia en las regiones disputadas y que oriente su fuerza armada a la prevención y resolución de conflagraciones armadas entre terceros, especialmente aquéllos que afectan a su seguridad interior; esa Europa que es la que la mayoría de los europeos desean, precisará dedicar mayores recursos a la ayuda y cooperación exterior, pero respecto a sus fuerzas armadas, no sólo le bastan las que ya posee, sino que le sobran.

PORQUÉ SE PERDERÁ LA GUERRA DE AFGANISTÁN

Es de sobras conocido –consúltense las hemerotecas– que la prioridad en política exterior de la actual Administración norteamericana es la resolución satisfactoria del problema Pak–Af –Pakistán y Afganistán–; sin embargo, existen motivos sobrados para augurar que Estados Unidos –y con él la OTAN y Naciones Unidas– deberán a medio plazo abandonar Afganistán sin haber logrado su propósito de instaurar un gobierno fuerte de corte democrático en un Estado estabilizado.
Probablemente, habrá quien me tache de agorero. Ante ello, invito a la siguiente reflexión: ¿es Afganistán un Estado? No; no lo ha sido jamás. Ni en tiempos de la monarquía, ni bajo el régimen socialista y ni tan siquiera en tiempos de los talibanes. El gobierno no ha controlado más que un trozo de su territorio, unas veces más extenso, otras más reducido, en oposición, colaboración o mera coexistencia con poderes locales, de origen étnico o tribal, firmemente implantados en sus áreas exclusivas. Afganistán podrá tener una bandera y un asiento en la Asamblea General de las Naciones Unidas; pero eso no basta para que se le considere un Estado. Su tradición de país feudal, fragmentado, con una autoridad central que nunca se ha extendido a la totalidad de su suelo y que se ha visto secularmente privada de garantizar el cumplimiento de sus deberes como sujeto de derecho internacional, pesan más.
Para lograr la implantación de un Estado mínimo se necesitaría la fuerza suficiente para doblegar a todo tipo de líderes tribales, señores de la guerra y orates religiosos. Y esto no es posible. Por razones de geoestrategia, por motivos operacionales, tácticos y socioculturales.
Empecemos por lo primero. Afganistán es el típico ejemplo de «cinturón de quiebra» –en palabras de Cohen–; es decir, de área en la que confluyen los intereses contrapuestos de grandes potencias. Occidente necesita un país estable para controlar el comercio del opio y para el trazado de ambiciosos oleoductos y gaseoductos que eliminen el monopolio del transporte ruso de las fuentes energéticas del Caspio. A Rusia le conviene un Afganistán desestabilizado que frustre estos propósitos, pues el control de gas y petróleo a Europa no sólo le reporta beneficios económicos, sino que le permite una influencia nada desdeñable sobre una Unión Europea que se va extendiendo hacia Oriente y sus zonas exclusivas del Caúcaso. China, por su parte, también observa con buenos ojos las dificultades occidentales. Aspira aprovisionarse de los mismos combustibles, de los que tiene una necesidad creciente, y proyecta sus propios oleoductos y gaseoductos, en cooperación con Rusia. A su vez, entra en juego Irán, con su anhelo de pasar de ser un pivote geopolítico a convertirse en un actor estratégico –véase Brzezinski–. No es prudente olvidar Pakistán, con el peso de la infiltración del integrismo islámico en gran parte de su sociedad y de los aparatos del Estado, así como por el hecho de que las tribus pastunes de su frontera norte se consideran más afines a sus parientes talibanes afganos que a su gobierno. Tampoco puede perderse de vista a Arabia Saudí; el reino no desea la expansión de un radicalismo religioso incontrolado, aunque en absoluto le agrada la competencia del crudo centroasiático.
Esto convierte el conflicto afgano en un «conflicto de línea de fractura» –según Huntigton–, en el sentido de que las facciones rebeldes y rivales siempre van a encontrar, aunque sea de modo velado, un patrocinador que las apoye. Por otro lado, difícilmente se va a alcanzar el necesario consenso en la «comunidad internacional» –léase las potencias con intereses en la zona– que permita una acción concertada y eficaz.
Las razones operacionales y tácticas son obvias: se trata de una guerra irregular, en la que las facciones que se enfrentan a las tropas occidentales combaten confundidas entre la población, lo cual les asegura siempre que se produzcan víctimas civiles para alimentar la lucha de propaganda y asegurar el desgaste de las opiniones públicas occidentales. Además, la pérdida de un territorio no les afecta como a un ejército convencional. Al usar la táctica de la guerra de guerrillas, les basta con evitar los embates que podrían lograr la decisión en el campo de batalla y volver a infiltrarse buscando la retaguardia del enemigo, conduciendo una lucha sin fin. Como expresó Raymond Aron, las fuerzas regulares necesitan vencer; a la insurgencia le basta con no perder.
Analicemos, por último las cuestiones socioculturales. Esto debe efectuarse en un doble sentido. Respecto a occidente, su opinión pública jamás toleraría que sus gobiernos y sus fuerzas armadas fueran garantes de una dictadura represiva; sin embargo, únicamente este tipo de administración podría sustraer Afganistán al caos que lo inunda. En lo que concierne a la estructura social del país, un sistema democrático es una falacia. ¿Por qué? Bien sencillo, porque se trata de un territorio desestructurado, con etnias rivales y poderes locales enfrentados. La instauración de partidos políticos y elecciones conduciría al fenómeno que Kaplan describió magníficamente respecto a algunos Estados africanos: meramente añadiría un componente político–jurídico a la lucha armada, porque los integrantes de cada grupo étnico votarían al partido que representaría exclusivamente a este sector social; los habitantes de cada zona al partido de su señor feudal; los vasallos de un señor de la guerra al partido o a la coalición de su jefe. Todo ello inmerso en un monólogo exclusivista por parte de cada facción que bloquearía cualquier posibilidad de gobierno.
¿Qué hacer, entonces, con Afganistán? Honradamente, creo que la única solución viable es que occidente renuncie al control estratégico del territorio, que busque otra alternativa a su suministro energético, que llegue a acuerdos con las potencias con intereses en el país para neutralizar el conflicto y que se reconozca que Afganistán no es un Estado, sino un territorio de «zonas blancas» –en los términos expuestos por Rafarin– regidas por poderes locales sin reconocimiento estatal, pero con los que es preciso contar, pactar, negociar y transigir según las circunstancias. Ello implica el reconocimiento de un nuevo estilo de relaciones internacionales, una nueva interpretación del derecho internacional; pero esto último es motivo de otro artículo.