domingo, 26 de julio de 2009

PORQUÉ SE PERDERÁ LA GUERRA DE AFGANISTÁN

Es de sobras conocido –consúltense las hemerotecas– que la prioridad en política exterior de la actual Administración norteamericana es la resolución satisfactoria del problema Pak–Af –Pakistán y Afganistán–; sin embargo, existen motivos sobrados para augurar que Estados Unidos –y con él la OTAN y Naciones Unidas– deberán a medio plazo abandonar Afganistán sin haber logrado su propósito de instaurar un gobierno fuerte de corte democrático en un Estado estabilizado.
Probablemente, habrá quien me tache de agorero. Ante ello, invito a la siguiente reflexión: ¿es Afganistán un Estado? No; no lo ha sido jamás. Ni en tiempos de la monarquía, ni bajo el régimen socialista y ni tan siquiera en tiempos de los talibanes. El gobierno no ha controlado más que un trozo de su territorio, unas veces más extenso, otras más reducido, en oposición, colaboración o mera coexistencia con poderes locales, de origen étnico o tribal, firmemente implantados en sus áreas exclusivas. Afganistán podrá tener una bandera y un asiento en la Asamblea General de las Naciones Unidas; pero eso no basta para que se le considere un Estado. Su tradición de país feudal, fragmentado, con una autoridad central que nunca se ha extendido a la totalidad de su suelo y que se ha visto secularmente privada de garantizar el cumplimiento de sus deberes como sujeto de derecho internacional, pesan más.
Para lograr la implantación de un Estado mínimo se necesitaría la fuerza suficiente para doblegar a todo tipo de líderes tribales, señores de la guerra y orates religiosos. Y esto no es posible. Por razones de geoestrategia, por motivos operacionales, tácticos y socioculturales.
Empecemos por lo primero. Afganistán es el típico ejemplo de «cinturón de quiebra» –en palabras de Cohen–; es decir, de área en la que confluyen los intereses contrapuestos de grandes potencias. Occidente necesita un país estable para controlar el comercio del opio y para el trazado de ambiciosos oleoductos y gaseoductos que eliminen el monopolio del transporte ruso de las fuentes energéticas del Caspio. A Rusia le conviene un Afganistán desestabilizado que frustre estos propósitos, pues el control de gas y petróleo a Europa no sólo le reporta beneficios económicos, sino que le permite una influencia nada desdeñable sobre una Unión Europea que se va extendiendo hacia Oriente y sus zonas exclusivas del Caúcaso. China, por su parte, también observa con buenos ojos las dificultades occidentales. Aspira aprovisionarse de los mismos combustibles, de los que tiene una necesidad creciente, y proyecta sus propios oleoductos y gaseoductos, en cooperación con Rusia. A su vez, entra en juego Irán, con su anhelo de pasar de ser un pivote geopolítico a convertirse en un actor estratégico –véase Brzezinski–. No es prudente olvidar Pakistán, con el peso de la infiltración del integrismo islámico en gran parte de su sociedad y de los aparatos del Estado, así como por el hecho de que las tribus pastunes de su frontera norte se consideran más afines a sus parientes talibanes afganos que a su gobierno. Tampoco puede perderse de vista a Arabia Saudí; el reino no desea la expansión de un radicalismo religioso incontrolado, aunque en absoluto le agrada la competencia del crudo centroasiático.
Esto convierte el conflicto afgano en un «conflicto de línea de fractura» –según Huntigton–, en el sentido de que las facciones rebeldes y rivales siempre van a encontrar, aunque sea de modo velado, un patrocinador que las apoye. Por otro lado, difícilmente se va a alcanzar el necesario consenso en la «comunidad internacional» –léase las potencias con intereses en la zona– que permita una acción concertada y eficaz.
Las razones operacionales y tácticas son obvias: se trata de una guerra irregular, en la que las facciones que se enfrentan a las tropas occidentales combaten confundidas entre la población, lo cual les asegura siempre que se produzcan víctimas civiles para alimentar la lucha de propaganda y asegurar el desgaste de las opiniones públicas occidentales. Además, la pérdida de un territorio no les afecta como a un ejército convencional. Al usar la táctica de la guerra de guerrillas, les basta con evitar los embates que podrían lograr la decisión en el campo de batalla y volver a infiltrarse buscando la retaguardia del enemigo, conduciendo una lucha sin fin. Como expresó Raymond Aron, las fuerzas regulares necesitan vencer; a la insurgencia le basta con no perder.
Analicemos, por último las cuestiones socioculturales. Esto debe efectuarse en un doble sentido. Respecto a occidente, su opinión pública jamás toleraría que sus gobiernos y sus fuerzas armadas fueran garantes de una dictadura represiva; sin embargo, únicamente este tipo de administración podría sustraer Afganistán al caos que lo inunda. En lo que concierne a la estructura social del país, un sistema democrático es una falacia. ¿Por qué? Bien sencillo, porque se trata de un territorio desestructurado, con etnias rivales y poderes locales enfrentados. La instauración de partidos políticos y elecciones conduciría al fenómeno que Kaplan describió magníficamente respecto a algunos Estados africanos: meramente añadiría un componente político–jurídico a la lucha armada, porque los integrantes de cada grupo étnico votarían al partido que representaría exclusivamente a este sector social; los habitantes de cada zona al partido de su señor feudal; los vasallos de un señor de la guerra al partido o a la coalición de su jefe. Todo ello inmerso en un monólogo exclusivista por parte de cada facción que bloquearía cualquier posibilidad de gobierno.
¿Qué hacer, entonces, con Afganistán? Honradamente, creo que la única solución viable es que occidente renuncie al control estratégico del territorio, que busque otra alternativa a su suministro energético, que llegue a acuerdos con las potencias con intereses en el país para neutralizar el conflicto y que se reconozca que Afganistán no es un Estado, sino un territorio de «zonas blancas» –en los términos expuestos por Rafarin– regidas por poderes locales sin reconocimiento estatal, pero con los que es preciso contar, pactar, negociar y transigir según las circunstancias. Ello implica el reconocimiento de un nuevo estilo de relaciones internacionales, una nueva interpretación del derecho internacional; pero esto último es motivo de otro artículo.

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