lunes, 27 de julio de 2009

MOSTAR: EJEMPLO DE BRECHA SIN CERRAR EN LOS BALCANES

Mostar es una ciudad cara a muchos españoles, en especial a los miembros de las Fuerzas Armadas que han estado en ella como componentes de UNPROFOR, IFOR, SFOR o EUROFOR; también para las numerosas ONG,s. que han trabajado en la reconstrucción de esta zona de Bosnia–Herzegovina. Últimamente nadie parece recordar Mostar, lejano recuerdo de una guerra olvidada que nadie desea evocar; sin embargo, parece ser que las cosas no van bien en esta ciudad, prueba de que el conflicto en la antigua Yugoslavia se ha cerrado en falso en numerosos puntos.
Tengo sobre el escritorio el último informe político del Internacional Crisis Group relativo a Europa, concretamente el número 54: «Bosnia: A Test of Political Maturity in Mostar» y el panorama que muestra no es precisamente halagüeño:
Mostar es el centro neurálgico de un área que, al contrario que el resto del estado bosnio, es de mayoría croata. Según los datos del último censo electoral para los comicios municipales del año 2008, el 53% de la población es de origen croata, el 44% son bosniacos y el 3% serbios –antes de la guerra los croatas y los bosniacos constituían una proporción sensiblemente parecida, y el 19% eran serbios–. Durante la conflagración, Mostar fue un área donde el bando croata se ensañó con mayor ímpetu contra los bosniacos, después de rechazar a las fuerzas serbias, y donde se llevaron a cabo numerosas acciones de limpieza étnica. Los croatas, vencedores, no han querido renunciar a la hegemonía conseguida por medio de las armas y viven más de cara a Croacia que hacia el estado bosnio del que forman parte por decisión exclusiva de la comunidad internacional.
Catorce años después del conflicto que ensangrentó las orillas del Neretva, Mostar sigue siendo una ciudad dividida. Ingobernable, el Alto Representante de la comunidad internacional tuvo que imponer un estatuto municipal que tuviera en consideración el reparto étnico –utilizo este término en su sentido más amplio, pues tanto los croatas como los bosniacos y los serbios son eslavos, nada los distingue a simple vista, y las diferencias son debidas, especialmente, a causas religioso–culturales exacerbadas por los nacionalismos–; pues bien, las instituciones municipales no funcionan. Reunido en catorce ocasiones el Consejo de la ciudad, ha sido incapaz de designar alcalde, no han aprobado un presupuesto, no paga a su personal –funcionarios, profesores, bomberos–, ni dota de recursos a las empresas públicas de construcción. Sus líderes no se refieren, en sus discursos, a los problemas de la ciudad, sino que éstos se hallan impregnados de retórica nacionalista y de resarcimiento de los agravios sufridos durante la contienda. Los croatas, aunque divididos entre sí y frustrados, no admiten un estatuto impuesto por una instancia extrajera y rechazan la intromisión de la misma en asuntos que consideran suyos exclusivamente.
Esto debe hacernos reflexionar. Mostar constituye, en sí misma, tres ejemplos de unos fenómenos estudiados por Huntington, Luttwak y Kaplan.
Respecto al primero, baste recordar que fue la guerra de Yugoslavia la que inspiró su teoría de los conflictos de «línea de fractura». Estos se caracterizarían por la implosión de un estado en facciones apoyadas por diversas potencias exteriores, las cuales combatirían tanto para lograr sus objetivos particulares como para garantizar a la potencia patrocinadora sus intereses. Los croatas recibieron apoyo y armamento de Alemania, los serbios de Rusia y los bosniacos del mundo fundamentalista musulmán –y más tarde de Estados Unidos, quien tal vez vio el peligro de una excesiva influencia del Islam radical en Europa y un reparto de los Balcanes sin su presencia–. Las partes lucharon hasta que sus «mecenas» llegaron a un acuerdo entre ellos, bien porque habían logrado lo que pretendían, bien porque consideraron que no lo podían alcanzar y la guerra les resultaba ya inútil. Entonces, intervinieron las Naciones Unidas, luego la Alianza Atlántica para paralizar –que no resolver– un conflicto molesto.
Según Luttwak, la intervención internacional en los conflictos internos rara vez los resuelve; simplemente los enquista. Es más, su apoyo a los vencidos les asegura el respiro necesario para recuperarse, su protección a los refugiados propicia que sean víctimas de los anhelos de revancha de sus líderes. Bajo la máscara de una paz artificial, el enfrentamiento sigue por otros medios sinuosos y las partes se preparan para una futura aventura bélica que asegure la decisión en el campo de batalla; eso o la continuación de la guerra por medios asimétricos, léase terrorismo.
Kaplan ha advertido que la instauración de una democracia formal en países devastados por una guerra de origen étnico no sirve de gran cosa. La población no posee un sentimiento nacional, sino que prevalece la pertenencia grupal. No se vota en las elecciones a un partido que contemple el estado y sus intereses como un todo, sino a las facciones políticas que representen los intereses étnicos, religiosos o culturales particulares; las cuales actúan siempre de la misma manera: los vencedores trabajan para conservar los privilegios obtenidos durante la lucha; los vencidos para alcanzar por vías indirectas lo que no consiguieron por las armas. El resultado es un estado ingobernable que se prepara para futuros combates.
Bosnia es un estado artificial. Inviable económica y políticamente, subsiste gracias a la ayuda internacional. Es de prever que, sin la presión de la Unión Europea y la aquiescencia de Estados Unidos, la República Serbia de Bosnia se uniría a Serbia, la Herzegovina croata a Croacia, Bosnia se convertiría en un estado musulmán residual, y no podría descartarse una nueva lucha armada en las zonas todavía objeto de disputa.
Esto muestra claramente que no existe por parte de la comunidad internacional plan alguno ante el estallido de los estados fallidos. Bosnia fue un experimento de laboratorio en el que las Naciones Unidas, Estados Unidos y Europa se empecinaron en lograr la convivencia intercultural e interétnica, sin saber muy bien para qué –¿tal vez para no reconocer el triunfo de la política de limpieza étnica?–, puesto que en el conflicto inmediatamente posterior en los Balcanes, Kosovo, han apoyado la secesión ante la evidencia de la imposibilidad de serbios y albaneses de convivir juntos.
Bosnia y Kosovo sirven de ejemplo de falta de ideas y de triunfo del oportunismo político. ¿Qué puede ocurrir en Bosnia? La esperanza es que, tras un prolongado –extensísimo– periodo de administración tutelada, su población, cansada y acostumbrada –por obligación– a relacionarse interétnicamente, abandone definitivamente el deseo del recurso a la fuerza. Claro que todo depende de cómo soplen los vientos del poder en el futuro.
¿Cuántas Bosnias pueden producirse en un complejo mundo multipolar en el que las grandes potencias se van a ver abocadas a chocar en extensas líneas de fricción?
¿Cuántos conflictos «congelados» pueden reabrise, posiblemente con mayor virulencia?

domingo, 26 de julio de 2009

LA DEFENSA DE EUROPA

Bajo el título «Europa pierde peso militar», ha aparecido un artículo de Andrea Rizzi en el diario El País, en su edición del 25 de julio, en el que se advierte que, frente al acusado incremento del gasto militar, no sólo en Estados Unidos, sino también por parte de Rusia, como de potencias emergentes, como China y La India, los principales estados europeos han optado, bien por una reducción de sus partidas presupuestarias destinadas a la defensa, bien por un mantenimiento sostenido –el mismo que los últimos diez años– que, progresivamente, va erosionando sus capacidades de respuesta en fuerza.
Advierte el autor que eso puede ser peligroso, pues el panorama internacional no es precisamente halagüeño. Ciertamente, tanto la Unión Europa como sus países miembros a título individual, han optado por una política de influencia basada en el soft power; esto es, la que «brota del poderío económico y comercial, de la seducción cultural, del atractivo de su particular mezcla entre libre mercado y protección social». Ahora bien, siguiendo su argumentación, en el juego de poder mundial, esto puede servirle de bien poco si no dispone de una suficiente capacidad de disuasión.
Sin embargo, existen varias premisas que Rizzi no toma en consideración:
La primera consiste en el hecho incontrovertido de que el territorio europeo ha perdido la importancia geoestratégica que poseyó antaño. El espacio geopolítico se ha desplazado hacia el Pacífico y el Índico. Es Asia, no Europa, el nuevo centro del poder mundial; el escenario donde puede darse una confrontación entre grandes potencias. Europa posee intereses en dicha área; poro no son intereses primordiales como es el caso de Rusia, China, La India o Estados Unidos. Esos intereses secundarios, unidos a la lejanía del espacio geográfico, justifican que los Estados europeos no sientan ningún estímulo para proyectar en la zona poder militar alguno.
Es preciso añadir que el principal interés europeo en Asia se centra en el suministro de combustibles fósiles. Ahora bien, dichas fuentes energéticas son materia de disputa por parte de los principales actores internacionales. Pensemos en el coste que supondría disputar por la fuerza el petróleo y el gas de la cuenca del Caspio y del Próximo Oriente a China, a Rusia y La India. Incluso unidos a Norteamérica, el incremento del gasto militar sería muy superior a la inversión en fuentes alternativas de energía y al desarrollo de una diplomacia que buscase un intercambio compensatorio, incluso si éste es mucho más gravoso para Europa.
Por otra parte, los riesgos de tipo militar a los que se enfrenta el continente europeo no provienen ya de una gran potencia y sus aliados, sino de la desestabilización de los Estados limítrofes del Mediterráneo, del Caúcaso y de África. De ahí provienen la inmigración incontrolada y el terrorismo. Problemas que no se solucionan con el desarrollo de una potente fuerza militar, sino mediante acciones diplomáticas, ayudas al desarrollo y operaciones de prevención y estabilización de conflictos. Europa no necesita divisiones acorazadas, ni una ingente flota aérea, ni una Armada que domine en los océanos. Al contrario, lo que precisa es células civiles de reconstrucción, de fuerzas de orden público adiestradas a actuar los escenarios propios de los Estadios desgarrados y de unidades ligeras de soldados–policías, tal como ha aventurado Mary Kaldor.
Cuestión distinta es si Europa aspirase a convertirse en una potencia política global. Se encuentran analistas, entre los que destaca Parag Khanna, que profetizan el ascenso de la Unión Europea al papel de potencia desafiante de Estados Unidos; éste último preconiza que las tres grandes potencias del presente siglo serán China, Europa y Estados Unidos. Es indudable que la Unión Europea es una potencia económica de primer orden; sin embargo ¿quieren ser los europeos un poder emergente de tipo político–militar? Seguramente, no. Primeramente, sería necesaria una reestructuración de las instituciones de la Unión y una cesión de la soberanía por parte de los Estados de tal magnitud que muy pocos se encuentran dispuestos a llevarlas a cabo. Como ha subrayado Galtung, la atracción principal de Europa para sus miembros es constituir una laxa confederación atípica, en la que cada uno se siente cómodo al compaginar la política de la Unión con su política nacional. En segundo lugar, un fuerte incremento del gasto militar acarrearía una disminución proporcional de las partidas de gasto social. Y el estado del bienestar es uno de los activos fundamentales de Europa, tanto de cara a sus ciudadanos como para sus vecinos. Además, Europa como potencia militar está conminada a un enfrentamiento con la Federación Rusa en áreas próximas y fundamentales para ambas. ¿Desean los europeos volver a la guerra fría?
Una Unión Europea que huya de aventuras arriesgadas en su política exterior, que se centre en la estabilidad allende sus fronteras a las zonas ceñidas a sus intereses primordiales, una Europa que, tal como sucede en la actualidad, se limite a un papel de mediador en los conflictos –especialmente a los que a no tardar mucho surgirán entre las grandes potencias–, que mida con celoso cuidado su presencia en las regiones disputadas y que oriente su fuerza armada a la prevención y resolución de conflagraciones armadas entre terceros, especialmente aquéllos que afectan a su seguridad interior; esa Europa que es la que la mayoría de los europeos desean, precisará dedicar mayores recursos a la ayuda y cooperación exterior, pero respecto a sus fuerzas armadas, no sólo le bastan las que ya posee, sino que le sobran.

PORQUÉ SE PERDERÁ LA GUERRA DE AFGANISTÁN

Es de sobras conocido –consúltense las hemerotecas– que la prioridad en política exterior de la actual Administración norteamericana es la resolución satisfactoria del problema Pak–Af –Pakistán y Afganistán–; sin embargo, existen motivos sobrados para augurar que Estados Unidos –y con él la OTAN y Naciones Unidas– deberán a medio plazo abandonar Afganistán sin haber logrado su propósito de instaurar un gobierno fuerte de corte democrático en un Estado estabilizado.
Probablemente, habrá quien me tache de agorero. Ante ello, invito a la siguiente reflexión: ¿es Afganistán un Estado? No; no lo ha sido jamás. Ni en tiempos de la monarquía, ni bajo el régimen socialista y ni tan siquiera en tiempos de los talibanes. El gobierno no ha controlado más que un trozo de su territorio, unas veces más extenso, otras más reducido, en oposición, colaboración o mera coexistencia con poderes locales, de origen étnico o tribal, firmemente implantados en sus áreas exclusivas. Afganistán podrá tener una bandera y un asiento en la Asamblea General de las Naciones Unidas; pero eso no basta para que se le considere un Estado. Su tradición de país feudal, fragmentado, con una autoridad central que nunca se ha extendido a la totalidad de su suelo y que se ha visto secularmente privada de garantizar el cumplimiento de sus deberes como sujeto de derecho internacional, pesan más.
Para lograr la implantación de un Estado mínimo se necesitaría la fuerza suficiente para doblegar a todo tipo de líderes tribales, señores de la guerra y orates religiosos. Y esto no es posible. Por razones de geoestrategia, por motivos operacionales, tácticos y socioculturales.
Empecemos por lo primero. Afganistán es el típico ejemplo de «cinturón de quiebra» –en palabras de Cohen–; es decir, de área en la que confluyen los intereses contrapuestos de grandes potencias. Occidente necesita un país estable para controlar el comercio del opio y para el trazado de ambiciosos oleoductos y gaseoductos que eliminen el monopolio del transporte ruso de las fuentes energéticas del Caspio. A Rusia le conviene un Afganistán desestabilizado que frustre estos propósitos, pues el control de gas y petróleo a Europa no sólo le reporta beneficios económicos, sino que le permite una influencia nada desdeñable sobre una Unión Europea que se va extendiendo hacia Oriente y sus zonas exclusivas del Caúcaso. China, por su parte, también observa con buenos ojos las dificultades occidentales. Aspira aprovisionarse de los mismos combustibles, de los que tiene una necesidad creciente, y proyecta sus propios oleoductos y gaseoductos, en cooperación con Rusia. A su vez, entra en juego Irán, con su anhelo de pasar de ser un pivote geopolítico a convertirse en un actor estratégico –véase Brzezinski–. No es prudente olvidar Pakistán, con el peso de la infiltración del integrismo islámico en gran parte de su sociedad y de los aparatos del Estado, así como por el hecho de que las tribus pastunes de su frontera norte se consideran más afines a sus parientes talibanes afganos que a su gobierno. Tampoco puede perderse de vista a Arabia Saudí; el reino no desea la expansión de un radicalismo religioso incontrolado, aunque en absoluto le agrada la competencia del crudo centroasiático.
Esto convierte el conflicto afgano en un «conflicto de línea de fractura» –según Huntigton–, en el sentido de que las facciones rebeldes y rivales siempre van a encontrar, aunque sea de modo velado, un patrocinador que las apoye. Por otro lado, difícilmente se va a alcanzar el necesario consenso en la «comunidad internacional» –léase las potencias con intereses en la zona– que permita una acción concertada y eficaz.
Las razones operacionales y tácticas son obvias: se trata de una guerra irregular, en la que las facciones que se enfrentan a las tropas occidentales combaten confundidas entre la población, lo cual les asegura siempre que se produzcan víctimas civiles para alimentar la lucha de propaganda y asegurar el desgaste de las opiniones públicas occidentales. Además, la pérdida de un territorio no les afecta como a un ejército convencional. Al usar la táctica de la guerra de guerrillas, les basta con evitar los embates que podrían lograr la decisión en el campo de batalla y volver a infiltrarse buscando la retaguardia del enemigo, conduciendo una lucha sin fin. Como expresó Raymond Aron, las fuerzas regulares necesitan vencer; a la insurgencia le basta con no perder.
Analicemos, por último las cuestiones socioculturales. Esto debe efectuarse en un doble sentido. Respecto a occidente, su opinión pública jamás toleraría que sus gobiernos y sus fuerzas armadas fueran garantes de una dictadura represiva; sin embargo, únicamente este tipo de administración podría sustraer Afganistán al caos que lo inunda. En lo que concierne a la estructura social del país, un sistema democrático es una falacia. ¿Por qué? Bien sencillo, porque se trata de un territorio desestructurado, con etnias rivales y poderes locales enfrentados. La instauración de partidos políticos y elecciones conduciría al fenómeno que Kaplan describió magníficamente respecto a algunos Estados africanos: meramente añadiría un componente político–jurídico a la lucha armada, porque los integrantes de cada grupo étnico votarían al partido que representaría exclusivamente a este sector social; los habitantes de cada zona al partido de su señor feudal; los vasallos de un señor de la guerra al partido o a la coalición de su jefe. Todo ello inmerso en un monólogo exclusivista por parte de cada facción que bloquearía cualquier posibilidad de gobierno.
¿Qué hacer, entonces, con Afganistán? Honradamente, creo que la única solución viable es que occidente renuncie al control estratégico del territorio, que busque otra alternativa a su suministro energético, que llegue a acuerdos con las potencias con intereses en el país para neutralizar el conflicto y que se reconozca que Afganistán no es un Estado, sino un territorio de «zonas blancas» –en los términos expuestos por Rafarin– regidas por poderes locales sin reconocimiento estatal, pero con los que es preciso contar, pactar, negociar y transigir según las circunstancias. Ello implica el reconocimiento de un nuevo estilo de relaciones internacionales, una nueva interpretación del derecho internacional; pero esto último es motivo de otro artículo.

jueves, 12 de febrero de 2009

LAS TROMPETAS DEL APOCALIPSIS

Hace ya cuatro años que leí la obra de Laurent Artur du Plessis La Tercera Guerra Mundial ha comenzado (Inédita Editores, Barcelona, 2004). Debo confesar que la tesis del autor me pareció exagerada y que relegué el libro al rincón de mi biblioteca destinado a alojar materiales curiosos, aunque poco provechosos para mis investigaciones. Du Plessis desarrollaba el concepto del choque de civilizaciones enunciado por Huntigton, mediante la introducción de un multiplicador de crisis que conduciría al conflicto abierto entre occidente y el mundo árabo–musulmán que, a su vez, arrastraría a los Estados que empezaban a descollar como representantes de otras culturas y como potencias emergentes. Este multiplicador de crisis era una miseria generalizada a nivel global, provocada por un crack económico mundial y la secuela de la penuria subsiguiente.
Si bien existen varios axiomas en la obra de Du Plessis que disto todavía mucho de compartir, sí que he vuelto a releerla con otro espíritu crítico. Los acontecimientos han demostrado que el análisis efectuado en la segunda parte del trabajo era acertado y premonitorio: el desplome económico por sobredosis de crédito, el enfrentamiento entre gobiernos y bancos centrales, y el caos en los mercados financieros. Esto me lleva a preguntarme si el resto de pronósticos que adelantaba no poseen también un elevado grado de certeza: el agotamiento de los productores por parte del Estado en su afán de apuntalar el mercado financiero; la caída generalizada del Estado del Bienestar en todos los países del occidente europeo; graves disturbios sociales; el hundimiento Definitivo del Tercer Mundo en la miseria y la hambruna, con un estallido generalizado de la violencia, especialmente en sus superpobladas macrourbes; el aumento incesante de la rivalidad entre grandes y medianas potencias, no sólo ya por intereses geoestratégicos, sino también geeconómicos (control de mercados y de recursos naturales), y finalmente, la guerra abierta, tanto en el modo convencional como a través de redes globales de terrorismo.
Ya he expresado que disiento en muchos de los aspectos que llevan a Du Plessis a concluir en su conclusión apocalíptica del inmediato futuro que aguarda a la humanidad; sin embargo, como analista de las relaciones internacionales, sí que comparto el temor de Kegley y Raymond (El desafío multipolar, Almuzara, Madrid, 2008) relativo a una polarización extrema de potencias en torno a dos o tres focos de poder, polarización propiciada por factores políticos y económicos que actuasen como factores multiplicadores de crisis. Según estos autores, y debo decir que convengo con ellos, tal situación conlleva un elevado riesgo de terminar en una conflagración armada de grandes dimensiones.
Estoy pensando que esos focos polarizadores pueden ser Estados Unidos, China y Brasil o La India, tal vez Rusia. Todos ellos son ahora potencias importantes. Todos personifican modos distintos de concebir las relaciones económicas y comerciales; todos aspiran a ser modelos de configuración social. Todos ellos son rivales en la disputa de zonas de influencia, suministro de materias primas y fuentes de energía. Es normal que las pequeñas y medianas potencias se aglutinen en torno suyo, bien por afinidad de ideas, bien empujadas por la indigencia. Ante una época de escasez generalizada, son inevitables los roces y las controversias. La penuria, tomada como necesidad suprema, puede empujar a cualquiera por el camino de la guerra.
A ello hay que añadir el peligro de exacerbamiento del fanatismo religioso e ideológico en unas sociedades sacudidas por las privaciones.
Sobre la base de estas reflexiones, por más que trate de alejar de mí el pesimismo, creo, sinceramente, que estamos sentados sobre un barril de pólvora, con la mecha expuesta a cualquier chispa. Y me asombra el adormecimiento o la inconsciencia de mis contemporáneos, especialmente europeos, ciegos porque se desinteresan por completo de estas cuestiones. Me quedo asombrado al ver cómo en los congresos sobre seguridad a los que asisto, algunos convocados por prestigiosas universidades, siempre somos la misma minoría los que asistimos, ante la indiferencia de los medios de comunicación, de la comunidad universitaria en general, de las administraciones y del común de los ciudadanos. Prácticamente somos un puñado de frikees que investigamos, escribimos y nos leemos los unos a los otros, que somos soportados en sede académica porque hay que cubrir el expediente, dado que, como expresó un eximio doctor en Derecho internacional, cuyo nombre no cito: «chaval, estas cosas no son populares, no dan gloria; no vaya Vd. diciéndolas por ahí».
De hecho, hace ya algún tiempo que me he retirado de la investigación y retorno únicamente a ella para atender algún encargo concreto, no excesivamente trabajoso, al que me siento obligado por razones de cortesía. Me he convencido de que, efectivamente, a casi nadie le importa un ardite plantearse estas cuestiones y me he cansado de ser un agorero. Además, lo confieso, deseo vivamente estar equivocado, ser un frikee, un estúpido alarmista; todo, antes que asistir al amargo despertar de la cómoda sociedad que me rodea cuando suenen los tambores de la guerra, las trompetas del Apocalipsis.

Zaragoza, a 12 de febrero de 2009


Txomin de Pastriz

lunes, 15 de septiembre de 2008

LECCIONES DE GEORGIA

El reciente conflicto de Georgia tiene mucha más importancia de la que a simple vista parece: una guerra más en un país lejano y desconocido. De momento, las hostilidades están suspendidas por un frágil alto el fuego sobre cuyo cumplimiento existen discrepancias entre las partes. Ahora mismo se encuentran en el mar Negro diez navíos de la OTAN –entre ellos una fragata española– y se espera la entrada en el mismo, a lo largo del día de hoy, de otros diez (consúltese la web de la agencia de noticias Ria Novosti); es decir, la Flota rusa del mar Negro y la Armada de la Alianza Atlántica se vigilan como en los días más calientes de la guerra fría.
La Federación Rusa controla ahora mismo todo el suministro de gas y petróleo procedente de los oleoductos del Caspio. El presidente ruso, Medvédev, ha declarado que no le importa romper las relaciones con la OTAN y el primer ministro, Vladimir Putin, ha manifestado que a Rusia no le interesa entrar en la Organización Mundial del Comercio; esto es, se adelantan a las posibles sanciones diplomáticas y económicas occidentales amenazando con cortar las rutas de aprovisionamiento de las fuerzas europeas que se encuentran en Afganistán y que pasan por su territorio, amagan con un corte de suministro energético a Europa central y confían en el paraguas de los acuerdos comerciales bilaterales que tienen suscritos hasta el momento.
La acción del gobierno georgiano, basada en la creencia –compartida también por algunas cancillerías y estados mayores occidentales– de que Rusia no intervendría en Osetia del Sur, ha resultado un auténtico fiasco. Sus fuerzas armadas han sido derrotadas y ocupados puntos estratégicos importantes de su país en apenas una semana. Pero eso no es lo peor. Si el presidente Mijail Saakashvili ha actuado de motu propio, ha demostrado el peligro que supone para la Alianza Atlántica y para la Unión Europea establecer vínculos con aliados inestables. Si ha sido una operación militar en la que han intervenido asesores extranjeros –existen más de dos centenares de instructores norteamericanos y un número indeterminado de militares israelíes (vid. en suelo georgiano; una semana antes del desencadenamiento del conflicto, el ejército georgiano llevó a cabo las maniobras militares «Reacción inmediata», dirigidas por el cuartel general de la OTAN en Europa–, entonces se ha demostrado un desprecio suicida del adversario o la falibilidad de las doctrinas tácticas occidentales ante las rusas.
La situación es tan complicada que el presidente francés ha convocado para el 1 de septiembre una reunión extraordinaria de los jefes de gobierno de la Unión Europea. No se esperan resultados espectaculares. La Unión y la Alianza Atlántica se encuentran divididas. Mientras que los estados de Europa occidental optan por la contemporización con los rusos, los estados de Europa central y oriental querrían una acción más contundente. La mitad de los polacos temen una invasión rusa en los próximos años y la Unión lo único que les garantiza, de momento, es la inacción. Sin embargo, la inhibición podría llevar a que de nuevo las repúblicas bálticas y el oriente europeo volvieran a entrar, a medio plazo –llevadas por la dependencia energética y por el temor a la fuerza militar–, bajo la órbita rusa, con la consecuencia inmediata del fraccionamiento de la OTAN y de la Europa Unida.
Por su parte, Rusia ha convocado, para el 28 de septiembre, una reunión de los estados parte de la Organización de Cooperación de Shangai. Seguramente aprovechará para alinear las posiciones de Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán y Uzbekistán, a la par que buscará el apoyo de China. Tampoco es preciso olvidar que Irán –junto con Pakistán, India y Mongolia– asistirá como observador.
Se ha abogado por el multilateralismo en las relaciones internacionales; sin embargo, lo que se perfila es un multipolarismo. Rusia ha optado por empezar a afianzar lo que considera su zona de influencia –«el extranjero próximo»– y no ha dudado en recurrir a la fuerza. Posiblemente, en la reunión de Dusambé se esbocen un reparto de las zonas de influencia de Rusia, China e India en Asia. Ello implica también el papel que le reservarán a Irán: ¿se colmarán sus aspiraciones de pasar de ser un pivote geopolítico a ser un actor geoestratégico?
Georgia es difícilmente defendible. La OTAN se vería obligada a actuar a través de largas y difíciles líneas exteriores, mientras que Rusia opera con la ventaja de poder moverse por líneas interiores próximas. En este aspecto, la jugada rusa, bien preparada –no se mueven, se dirigen y se suministran las tropas correspondientes a un Frente de Ejércitos de modo improvisado– y ejecutada, le ha otorgado una victoria de alcance geoestratégico.
¿Será Europa consciente de sus consecuencias?

martes, 29 de julio de 2008

HOY SE FÍA, MAÑANA NO

Escena en una panadería de barrio, ayer por la mañana. La dueña se queja de que desde mediados de mes ha aumentado el número de clientes que no paga en efectivo y que solicitan que les anote a cuenta el importe de sus compras, el cual prometen que satisfarán a primeros del siguiente mes, cuando cobren su salario o el subsidio de desempleo. Le responde la esposa del propietario de un bar situado en la misma calle: también en el negocio de su marido crecen los morosos; algunos adeudan entre trescientos y cuatrocientos euros, es normal que la gente deje a deber sumas próximas a los cien euros y se lamenta de varios que no sólo no han satisfecho al inicio del mes su deuda, sino que ya ni siquiera acuden por el bar.
No es una invención, la escena es completamente real. Conforme la conversación avanza, se acaloran. Una señora adeuda en la panadería más de ciento cincuenta euros porque su esposo se encuentra en el paro desde hace un mes, el mismo que tiene un débito en el bar de cerca de doscientos. Ambas interlocutoras llegan a una solución. Hasta el día de la fecha, han fiado; a partir de ahora, no.
Dudo que puedan hacer efectivo su deseo. Perderían unos clientes fieles que, mal que bien, tarde o temprano, seguramente pagarán. Pero esta situación creo que es elocuente por sí misma.
Muestra, en primer lugar, el alcance de la crisis económica. La pérdida de poder adquisitivo de las clases medias y bajas. Se comenta la deuda hipotecaria; aunque se ignora el aspecto micro económico de la crisis. Es idéntico al sufrido en los primeros años de la década de los noventa. Aumenta vertiginosamente el número de los impagos. Azote que alcanza en primer lugar a los pequeños negocios. Muchos tendrán que interrumpir la actividad económica; todos trabajar con la conciencia que muchos de sus artículos facturados quedarán sin retribución, por lo menos a corto plazo. La solución más sencilla es subir el importe de sus mercancías, con la esperanza de que el aumento del margen de beneficios compense lo dejado de percibir. A medio plazo los efectos son más endeudamiento, subida de precios y restricción del consumo. También más cierres de negocios, más paro, más gente que compra al fiado; y vuelta a empezar en una espiral que se repite.
En segundo lugar, es curioso que los clientes del bar adeuden cantidades mayores que los de la panadería. Esto indica que un segmento de la población vive por encima de sus posibilidades y que no posee capacidad de adaptación. Acostumbrado a una bonanza económica no quiere "apretarse el cinturón", no se resigna a privarse de sus caprichos.
Dejando a parte las causas de la crisis y lo acertado o errado de las políticas gubernamentales, lo cierto que la única solución viable a nivel de consumidor aislado, lo verdaderamente existente al alcance de las economías familiares, es el consumo responsable. No adquirir más que aquello que se precisa. Olvidarse de bienes suntuosos o superfluos. Calcular la relación coste-beneficio de determinados artículos que aumentan la comodidad, pero no son necesarios para vivir. Evitar el endeudamiento. Posponer compras onerosas para tiempos mejores.
Ahora bien, cabe preguntarse si una sociedad que se ha acostumbrado al hedonismo y al lujo en una prolongada etapa de bienestar, que se ha vuelto débil, acostumbrada a la satisfacción inmediata de sus pasiones y aspiraciones, podrá emprender un consumo responsable de buen grado. Si no es así, es posible augurar un período convulso, porque "más dura será la caída".

martes, 10 de junio de 2008

GEOCULTURA

He estado consultado una de las últimas obras de Immanuel Wallerstein traducida al castellano-Geopolítica y Geocultura, Kairos, Barcelona, 2007-. Aunque se trata de unos ensayos redactados en 1991, arrojan bastante luz respecto a la conducta de los actuales gobernantes de izquierdas en Europa.
La mayor parte de los mismos proceden de la revolución de 1968. La "nueva izquierda" que se fraguó entonces se configuró esencialmente como antisistémica, contraria a la izquierda tradicional y, sobre todo, enfrentada a la sociedad capitalista.
Una de las premisas de dicha izquierda consiste en su previsión de que nos encontramos ante la fase final o terminal del capitalismo; de acuerdo a los análisis de Modelsky y la teoría de los ciclos económicos de Kondratief, el sistema mundial capitalista ha triunfado y en su éxito lleva la condena de su extinción. Asistiremos, pues, en breve, según ellos, al nacimiento de un nuevo sistema económico internacional que reestructurará todos los modelos sociales; sistema que han de esforzarse para que sea una sociedad mundial socialista. Por lo tanto, es preciso remover no sólo las estructuras e instituciones económicas, sino también las sociales: la familia, la educación, los roles personales ... Es lo que denominan la deconstrucción del sistema capitalista.
A su vez, esta nueva izquierda, no consiste en un bloque homogéneo; al contrario, se subdivide en diversas tendencias y, dada una de ellas, en varias corrientes. Como bloques, pueden identificarse, ad exemplum, el feminismo o los nacionalismos. De ahí que la izquierda aspire a englobar y a dar solución, mediante la reflexión, el debate y la acción, a todas las aspiraciones de los grupos antisistema. Será el advenimiento de la sociedad socialista el que dé respuesta a todas las inquietudes y necesidades. El problema estriba en que absolutamente nadie vislumbra en qué ha de consistir la nueva sociedad, cuáles sus principios, qué instituciones la compondrán, ni cuál ha de ser las relaciones entra ellas. No es de extrañar, pues ni los mismos movimientos feministas se ponen de acuerdo respecto al contenido del feminismo; ni los movimientos nacionalistas se han preocupado por articular cómo se integrarán los nuevos estados en una sociedad mundial interconectada en la que ya no existirá -no debe de existir- el estado burgués. Por tal motivo, el relativismo es la única solución para la acción conjunta de los grupos antisistémicos, mientras las nacientes y pujantes fuerzas sociales configuran un nuevo modelo social a escala mundial.
También se explica porqué la nueva izquierda es beligerante con el cristianismo y simpatizante del Islam. El cristianismo se considera como una superestructura ética propia del capitalismo; sin embargo la religión musulmana se identifica con un movimiento antisistema -recordemos la famosa revolución de Jomeini-. En cuanto corriente antisistémica es, por definición, anticapitalista, y la nueva izquierda tiende a encuadrarla en el bando propio. También la futura sociedad socialista, de la que nadie proporciona una pista sobre su estructura, debe dar respuesta a sus demandas.
En una palabra, la nueva izquierda quiere derribar lo que considera estructuras propias del capitalismo, para construir... ¿el qué?