jueves, 8 de mayo de 2008

EL CASO DEL "PLAYA DE BAKIO"


El lunes 5 de mayo se produjo en el Congreso de los Diputados la interpelación del Partido Popular al Gobierno sobre la actuación en el asunto del pesquero Playa de Bakio. Es lamentable observar cómo la retórica política, el objetivo manifiesto de desgastar al adversario ante la opinión pública, ha prevalecido de nuevo ante la oportunidad de plantear un debate serio y fundado sobre uno de los desafíos más importantes que se plantean en las relaciones internacionales: el incremento de las acciones de crimen organizado ligadas a la implosión de los denominados estados fallidos o desestructurados. Igual de lastimoso que la falta de rigor informativo que los medios de comunicación de masas dedicaron al suceso en los días anteriores.
Como no es un escenario nuevo para los que estamos familiarizados con los problemas de la paz y seguridad internacionales, empezaré analizando el último de los postulados expuestos para luego mostrar cómo los estados, en particular, y la comunidad internacional, en general, disponen de muy poco margen de actuación ante casos similares.
Respecto a los medios informativos, otra vez ha prevalecido el sensacionalismo de la noticia, el aspecto emotivo, centrado en el sufrimiento de las víctimas; unido al empleo de términos jurídicos incorrectos que, si bien serían admisibles en el lenguaje coloquial, en los creadores de opinión únicamente sirven al interés de convertir en atractiva la noticia, sin preocuparse por la confusión que generan y que, unido a las posiciones ideológicas, dan lugar al fenómeno conocido como «desinformación».
Resaltar los aspectos personales de la tragedia de una toma de rehenes, como ya demostró hace una década Hoffman en una inigualable obra sobre el terrorismo –Inside Terrorism, Londres (1998)–, únicamente consigue privar a los gobiernos de la necesaria reflexión y de la suficiente libertad de acción. Pienso que, mutatis mutandis, esto puede ser aplicado a determinados actos criminales como el que nos ocupa.
En cuanto a la distorsión del lenguaje, se ha abusado de los términos «pirata» y «piratería». En el caso del Playa de Bakio, ambos son, no sólo incorrectos, sino completamente falsos. El apresamiento del pesquero fue en el interior de las aguas territoriales de Somalia por unos delincuentes que lo abordaron mediante lanchas. Pues bien, según el artículo 101 de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de 1982 –ratificada por el estado español el 15 de julio de 1997 y por Somalia el 24 de julio de 1989–, constituye un acto de piratería todo acto de violencia, detención y depredación cometido por particulares a bordo de un buque –esto es, un barco que por su tamaño, solidez y fuerza es adecuado para navegaciones o empresas marítimas de importancia– y en alta mar, es decir, en aguas internacionales.
El apresamiento de nuestro pesquero no fue, pues, sino una detención ilegal, un secuestro, un delito común en suma, y como tal, sometido, tanto en lo tocante a la reducción de los culpables como a su enjuiciamiento y sanción, a la jurisdicción del estado somalí. Ningún derecho de persecución y captura por parte de un buque de guerra del estado de los nacionales agredidos surge en este caso, ex artículo 105 de la citada convención.
Y de ahí se puede pasar a la suma de opiniones cuajadas de retórica política sobre las órdenes impartidas a la fragata Méndez Núñez. Sobran; según el derecho internacional vigente, las únicas instrucciones cursadas deberían de consistir en aproximarse al lugar de los hechos, penetrar en aguas territoriales de Somalia, previa autorización de sus órganos gubernamentales competentes y abstenerse de todo uso de la fuerza, salvo que fuera requerida su ayuda por la autoridad territorial o sus agentes. El envío de la fragata sólo podía constituir en una mera manifestación de firmeza ante los secuestradores y en un gesto ante su gobierno. Nada más. Ante la inacción de éste, únicamente cabía la reclamación de responsabilidad internacional, consistente, dadas las circunstancias, en una indemnización por los daños causados y, como mucho más, una satisfacción simbólica.
Posiblemente, a esta altura de la exposición, algún lector esté sonriéndose. ¿Qué acciones podía llevar a efecto el gobierno de Somalia, un estado desgarrado, sin ley ni orden, en manos de señores de la guerra que se hallan en estado de lucha perenne entre ellos y los detentadores del poder? ¿Acaso se debe o se puede solicitar una indemnización a un estado en el cual gran parte de su población sobrevive gracias a la ayuda internacional? Pues bien, ese es el debate que debería haberse planteado en el Congreso. Unido a una reflexión seria sobre qué actitud adoptar ante sucesos futuros, derivados de la desaparición del poder estatal en extensas regiones del globo.
A los partidarios de una solución fácil, el uso de la fuerza, convendría recordarles dos elementos fundamentales: primero, que la vida y la integridad física de los secuestrados debe prevalecer sobre cualquier otra consideración; segundo, que la «intervención por razones de humanidad», el recurso armado para salvaguardar la vida de nacionales atacados en el extranjero, causa legítima según el derecho internacional, sobre la base del estado de necesidad –y muy diferente en su supuesto de hecho como en sus derivaciones jurídicas de figuras como «la intervención de humanidad», la «asistencia humanitaria armada» o la «ayuda humanitaria», expresiones utilizadas de un modo completamente indistinto y frívolo tanto en las esferas políticas como en los medios de información–, requiere, precisamente, la existencia de un riesgo inminente para la vida de los agredidos, lo que no se daba aquí.
Dos posturas parecen haberse perfilado en la sede de nuestros patres conscripti:
La mantenida por el Partido Popular, similar a la adoptada en fechas próximas por el gobierno francés: pagar el rescate para salvaguardar la vida de los rehenes; pero adoptar represalias armadas contra los secuestradores, con objeto, no sólo de salvaguardar el honor nacional, sino a modo de advertencia y disuasión ante actividades futuras. Además de constituir un acto ilícito, es abrazar veladamente la tesis –repudiada a nivel académico en toda Europa; pero muy apreciada en Estados Unidos, especialmente en el Cuerpo de Marines, al que se ha dirigido repetidamente como conferenciante de Robert D. Kaplan: salvo las democracias occidentales, el resto del mundo se hunde en un estado de anarquía global ante el que no sirven las normas jurídicas internacional, sino un «retorno a la antigüedad», es decir, la diplomacia de las cañoneras.
El Partido Socialista, por su parte, se ha decantado por pagar el rescate y recurrir, de modo abstracto, tal como acostumbra, «a lo que se decida en las Naciones Unidas». Que yo sepa, al respecto, en sede de la ONU, lo único que se ha llevado a efecto respecto a esta materia, hasta el momento, ha sido la reunión de Singapur de 1999 y el documento remitido en Nueva York el 7 de mayo de 2001, fruto de las deliberaciones por parte del Comité surgido en la anterior reunión y que desarrolló un «Proceso Consultivo Informal sobre los Océanos y el Derecho del Mar» (UNICPOLOS). En él, al modo, también abstracto y falto de contenido a que nos tiene acostumbrados esta Organización, se recomiendan «la cooperación y coordinador regional y subregional» –imaginémonos que cooperación y coordinación pueden existir entre los estados del Cuerno de África–, «la coordinación y cooperación entre agencias policiales» –íbidem– y la asistencia de las Naciones Unidas para adoptar una legislación necesaria para que los autores de los actos criminales puedan ser castigados. Eso sí, se propone una medida concreta: el apoyo de las Agencias de Seguros Marítimos, se supone que con vistas a asegurar los daños provocados por actos de piratería o de robos a mano armada en el mar. En una palabra: «jugar y perder, pagar y callar». Mientras tanto, según los últimos informes públicos de la Organización Marítima Internacional, referidos al año 2001, durante éste los incidentes de piratería o similares habían ascendido a 471 –2.309 desde 1984 hasta mayo de 2001–: 112 en el Estrecho de Malaca, 140 en el Mar de la China Meridional, 109 en el Océano Índico, 33 en el Oeste de África, 29 en el este de dicho continente y 41 en la zona de Sudamérica y El Caribe. Estas cifras son ascendentes de un año a otro; concretamente las de 2001 suponen un incremento del 52 % respecto a 1999.
Ambas posiciones podrán exponerse muy alto, mas no conducen a nada. La primera, porque, a parte de renunciar a que las relaciones internacionales se rijan por el derecho –retroceso inadmisible en un mundo cada vez más globalizado–, requiere unas capacidades militares y diplomáticas que cabe preguntarse –con fundamentada duda– si nuestro país posee y existe algún gobierno, del signo que sea, con voluntad de proporcionarlas. La segunda porque es de una candidez irresponsable, salvo que se renuncie a pescar o comerciar en las dos terceras partes del planeta, se varíen profundamente los hábitos de consumo o se esté dispuesto a pagar en cualquier caso, repercutiendo el precio del rescate sobre el contribuyente o el consumidor, a modo de «impuesto por riesgo de acciones ilícitas».
¿No habrá una tercera vía que, sin desdoro de las normas jurídicas, proporcione respuestas a excepciones reales y razonables –incluido el uso racional y proporcional de la fuerza cuando sea necesario–, capaces de ser asumidas por un estado civilizado y que pueda provocar la adhesión de una mayoría suficiente de la comunidad internacional? No lo sé; sólo soy un analista aficionado –no cobro por ello– y, aunque busco –modestamente y al igual que otros muchos estudiosos– soluciones, no es a mí a quien corresponde, precisamente, buscarlas y obtenerlas.
Es labor de nuestros políticos y de nuestros poderes públicos el intentar hallarlas, debatirlas, ponerse de acuerdo y actuar en consecuencia; intentar paliar los problemas, en lugar de arrojarse airadamente las vergüenzas al rostro con fines electorales. Y de los medios de comunicación el proporcionar una información veraz, fidedigna y correcta que permita a la ciudadanía percatarse de la realidad de los problemas y juzgar las opciones más eficaces para hacerles frente.


Malleus Dei
Zaragoza, a 8 de mayo de 2008

1 comentario:

  1. Estimado amigo. Mañana publicaré en Aragón Liberal el artículo. Muchas gracias.

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