lunes, 12 de mayo de 2008

HEZBOLLAH ES EL ESTADO


En El Líbano, Hezbollah ya no es «un estado dentro de otro estado»; realmente, casi puede afirmarse que Hezbollah «es el estado». Cercados y acorralados sus adversarios, esta organización y sus aliados no tienen en frente rival digno de aponérseles.
Durante estos últimos días se ha asistido a la puesta en escena del poder de Hezbollah. Su milicia ha tomado el este de Beirut sin dificultad y, una vez asegurado el terreno, se dirigen hacia el noreste para batir a los drusos partidarios de Walid Jumblat.
Todo ello ante la faz de un gobierno impotente y deslegitimado.
Incapaz porque carece de la fuerza suficiente para imponer su autoridad. Sus fuerzas armadas –un conglomerado confesional escasamente cohesionado–, llamadas por el primer ministro Fourad Siniora para solucionar la crisis, han optado por aceptar la política de hechos consumados, mal llamada «conservación de la neutralidad». Pues, ¿acaso es neutral adherirse a la tesis de los rebeldes y declarar sin valor las decisiones gubernamentales relativas a la ilegalización de la red de comunicaciones instalada por Hezbollah en el sur del país y la destitución de quien, en puridad de conceptos, no debería ser sino un funcionario al servicio de su administración? ¿Es neutralidad el no enfrentarse ni interponerse ante las milicias armadas y relevar a las tropas de Hezbollah sólo cuando éstas han ocupado y asegurado un territorio, limitándose a conservar el status quo impuesto y permitiendo la recuperación y reorganización de aquéllas para poder ser empleadas contra otros objetivos?
Deslegitimado porque, por un lado, es considerado ilegal por parte de las facciones agrupadas en la coalición «Ocho de marzo», las cuales representan, dado el peso de la confesión chií, una importante mayoría de la población. Falta de legitimación dada su imposibilidad de mantener el orden, proporcionar seguridad y prestar los servicios públicos más elementales y básicos para el funcionamiento de un estado. Al contrario que Hezbollah que sí lo hace con respecto a sus partidarios.
Resulta curioso cómo los adversarios de Hezbollah tratan de disimular lo evidente. El prestigioso diario pro occidental L’Orient–Le tour hacía suyas las palabras del líder maronita Amine Gemayel: su triunfo era una victoria pírrica, dado que, al fin y a la postre, se vería obligada a negociar. La pregunta de fondo es cómo y cuándo se va a pactar. ¿Constituye una «victoria pírrica» el adquirir una posición de dominio en vista a una difícil mediación internacional, a la par que, entre tanto, se impone la voluntad propia? De momento, la reunión urgente en El Cairo de la Liga Árabe, durante este fin de semana, ha sido prácticamente inútil, salvo, parece ser, impedir que dimitiera el gabinete de Siniora, un gobierno que ejerce como tal solamente de nombre.
No es posible engañarse. Hezbollah está a punto de controlar los núcleos de población fundamentales de El Líbano. Lo que significa que un movimiento totalitario de corte teocrático domina el país; lo que quiere decir que la entente Siria–Irán controla la nación de los cedros, con la consiguiente alarma de, sobre todo, Israel; pero también de Estados Unidos y los estados árabes que, habitualmente, se denominan «moderados»: Egipto, Arabia Saudí y Jordania.
Lo sucedido en El Líbano era de prever. Es el logro de la facción más fuerte. Fortaleza que Europa –esa entelequia de estados que llamamos pomposamente Unión Europea y que no semeja sino el remedo actualizado de la Zollverein germana del siglo XIX– ha contribuido a forjar. Primero, forzando la intervención de una misión de paz de las Naciones Unidas en el sur del país que aumentaba la libertad de acción de Hezbollah. Segundo, otorgando un protagonismo y un apoyo logístico a un ejército que no se halla al servicio de ningún gobierno representativo, sino que, a cambio de sobrevivir como institución, afianza las conquistas del vencedor.
Francia ha demostrado de modo patético, una vez más, que ejerce de gran potencia sin serlo; en un báculo roto: quien se apoya en él, se cae. Por nuestra parte, el resto de los europeos deberíamos plantearnos la utilidad de costosos esfuerzos diplomáticos cuando no van acompañados de una firmeza capaz de constituir una persuasión o una disuasión verosímil.
Los estados de Europa occidental, especialmente Francia, Italia y España, pueden sentirse orgullosos. Sus desvelos políticos han abierto una puerta al Mediterráneo al fundamentalismo chií y le dotan de una posición clave para su expansión. ¿O tal vez era eso, precisamente, lo que se pretendía? Para efectuar un análisis medianamente correcto, habría antes que examinar cuál es el auténtico peso que posee Siria –una dictadura tribal–burocrática con tintes socialistas– en su relación con Irán y qué argumento cierto desempeña en todo el asunto de El Líbano. También habría que indagar respecto a lo que esperan algunas democracias occidentales de Siria. Pero todo esto, es materia para otra reflexión.

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